domingo, 17 de mayo de 2009

La noche de los feos. Mario Benedetti. Cuento

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo."¿Qué está pensando?", pregunté.Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma."Un lugar común", dijo. "Tal para cual".Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo."Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?""Sí", dijo, todavía mirándome."Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.""Sí."Por primera vez no pudo sostener mi mirada."Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.""¿Algo cómo qué?""Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas."Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata."Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico."Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN

A manera de homenaje a Mario Benedetti en el día de su fallecimiento

jueves, 5 de febrero de 2009

El hombre y el sueño del río propio

Era un señor muy rico pero no era feliz. Pensaba que la felicidad estaba en tener muchas cosas. Conseguía siempre más cosas para tener, pero nunca llegaba a ser feliz.
Eso lo atormentaba de día y de noche y se preguntaba: “¿Qué me faltará alcanzar para ser feliz?”.
Conversando con un amigo suyo, le confió el problema y el amigo le dijo: “Tienes que descansar. Debes pasar el fin de semana junto al río; ver el agua correr, pescar... esto te hará bien”.
En medio de su desorientación, el hombre rico decidió poner en práctica el consejo. Compró una casa cuyos fondos daban sobre algunas aguas de un río. Y pasó allá un primer fin de semana. Descansó un poco pero no se recuperó del todo. Volvió una y otra vez... ¡Y no era feliz! Hasta que un día se amargó terriblemente, porque por el río que corría por el fondo de su propiedad, pasaban canoas, lanchas... y los vecinos venían a bañarse y pescar.
Fue un fin de semana fatal. Aquella noche no pudo conciliar el sueño.
Pensaba y pensaba... “¿Qué solución encontrar a este problema?” Hasta que al final se dijo a sí mismo: “Si yo compre la casa y el patio, también esa parte del río me pertenece. ¿Por qué tienen que meterse los otros a navegar, nadar, pescar...?”
“¡Yo quiero tener mi río!”
A la mañana siguiente contrató una empresa constructora y explicó a los jefes de la empresa su proyecto. Dio orden de hacer dos paredones fuertes y altos, para cerrar la parte del río que le correspondía.
Los hombres de la empresa pensaron que estaba loco. Pero el hombre era rico... Y se pusieron a trabajar, pensando solamente en los millones que cobrarían por el trabajo. ¡Aunque fuera una cosa estúpida!...
Los vecinos miraban con asombro. Algunos protestaron... Pero la obra se concluyó aceleradamente. Por que el hombre era rico! Y el hombre rico tuvo su río propio.
Sobre cada uno de los paredones se colocó un letrero inmenso, que decía: PROPIEDAD PRIVADA.
Llegó el fin de semana y el hombre rico fue feliz a su casa y a su río. Nadie pasaba con sus lanchas y canoas, nadie pescaba o se bañaba... Ahora sí podía estar tranquilo.
Pero la felicidad del sueño duró muy poco tiempo, y el hombre rico advirtió con amargura lo que había sucedido. Las aguas dieron una curva, y el río siguió su curso, por cauces nuevos... Y él ya no podía acercarse a su río propio, porque era un charco de aguas podridas. Los peces muertos flotaban en la orilla.
Y el hombre se volvió loco de rabia.

René Juan Trossero

Los hombres serán felices cuando amen.
El amor es como un río. El río es río mientras corre desde la fuente hacia el mar.

sábado, 3 de enero de 2009

Habla Señor que tu siervo escucha

Hoy te he pedido que me hables, y te he dicho que me disponía a escucharte.
Enciende tus palabras en mi alma.
Dame el espíritu para entenderlas.
Cobíjame con tu abrazo.
Así sea.